Os corto y pego aquí un comentario de José Manuel de Prada publicado hoy en ABC sobre la polémica de la retirada de crucifijos en las escuelas públicas.
Y tú ¿Qué opinas?, déjanos tu opinión en comentarios al pie de la entrada,
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UN juez ha ordenado quitar al Crucificado de las paredes de una escuela, aduciendo absurdamente que su exhibición conculca la libertad ideológica y de culto. Escribíamos el otro día que el odium fidei se cubre con la careta de los sacrosantos derechos y libertades, que no son sino designaciones melifluas y eufemísticas con las que se evita llamar por su nombre a quien los antiguos bautizaron con nombres menos perifrásticos: Moloch, Baal, Plutón, Mammón, etcétera. Se supone que los niños van a la escuela para aprender; y Aristóteles dejó escrito que lo único digno de saberse es el athanatízein, el des-mortalizarse, el superar la mortalidad. Y esto es lo que nos enseña el Crucificado: que la muerte no tiene imperio sobre el hombre, que la razón de nuestra andadura terrenal no es otra que el triunfo de la vida. Cuando se sabe esto, todo lo demás cobra sentido. Pero los apóstoles de la desesperación nos quieren cada vez más muertos; y para ello se esfuerzan en crucificarnos desde la infancia. Y es que, en efecto, a un niño le basta mirar al Crucificado para saber quién es y de dónde viene, también hacia dónde va; y basta apartar de su contemplación a ese Crucificado para que el niño no sepa lo que es y esté preparado para ser lo que otros quieren que sea.
El gran Leonardo Castellani, en un artículo titulado «Cultura al revés» que el lector curioso puede hallar en la antología Cómo sobrevivir intelectualmente al siglo XXI (LibrosLibres), avizoró hace más de sesenta años el propósito verdadero que anima a los apóstoles de la desesperación, cuando se ponen a quitar los crucifijos de las escuelas. Ese propósito no es otro que despojar de sentido la transmisión cultural. A un niño que tiene ante sí una pared desnuda no le queda otro remedio sino aburrirse (esto es, desesperarse), mientras su maestro le explica -pongamos por caso- qué es un archipiélago; pues esta palabra le suena a chatarra oxidada. En cambio, para un niño que tiene ante sí un Crucificado, cuando se le explica qué cosa es un archipiélago, esta palabra suena como un címbalo de plata: porque el archipiélago es Lepanto. Y lo que los apóstoles de la desesperación pretenden es que la transmisión cultural, como la vida misma, sea un acopio de datos inconexos; porque el conocimiento, cuando no se puede reducir a un principio, se convierte en una mercancía fiambre, y por lo tanto en un enojoso embrollo (por no decir una colección de mentiras horrendas, pues nada hay tan falso como las verdades desarraigadas de sus primeros principios) que no hace sino agudizar la conciencia de que la vida carece de sentido. En cambio, el conocimiento reducido a sus principios nos permite percibir el denominador común que se esconde detrás del fárrago de datos con que nos apedrean; y entonces, a la luz de ese denominador común, los añicos del conocimiento se ensamblan, se robustecen mutuamente, forman una amalgama que nutre de significación la vida.
Ese Crucificado es el denominador común que hace inteligible el acopio de datos que un niño recibe en la escuela. Nada de lo que es digno de saberse puede llegar a entenderse si se escamotea al Crucificado: la vida, de súbito, se convierte es un silogismo sin antecedente. Y esto, que puede predicarse de la vida en general, cobra un sentido más hondo referido a la existencia española. Todo lo que los españoles somos, todo lo que hemos sido a lo largo de los siglos, se compendia en ese Crucificado; y el día en que ese Crucificado finalmente sea expulsado de las escuelas, España volverá al «cantonalismo de los reyes de taifas», como nos auguró Menéndez Pelayo. Volveremos a ser «muchedumbre de gentes colecticias», desencuadernadas, arrancadas de la raíz que les presta sustento, dispuestas a convertirse en fácil presa para los apóstoles de la desesperación. Y es que los apóstoles de la desesperación saben que sólo ese Crucificado encarna una cosmovisión y una antropología que dan una respuesta cargada de sentido a los grandes anhelos humanos; saben que, si ese Crucificado siguiera colgado de las paredes de las escuelas, no sólo volaría un sistema injusto por naturaleza sino que podría dar el sustrato sano y firme para una sociedad renovada. Podría dar, nada más y nada menos, esperanza a quienes hoy están desesperados, a quienes desde la infancia son condenados a la crucifixión.
El gran Leonardo Castellani, en un artículo titulado «Cultura al revés» que el lector curioso puede hallar en la antología Cómo sobrevivir intelectualmente al siglo XXI (LibrosLibres), avizoró hace más de sesenta años el propósito verdadero que anima a los apóstoles de la desesperación, cuando se ponen a quitar los crucifijos de las escuelas. Ese propósito no es otro que despojar de sentido la transmisión cultural. A un niño que tiene ante sí una pared desnuda no le queda otro remedio sino aburrirse (esto es, desesperarse), mientras su maestro le explica -pongamos por caso- qué es un archipiélago; pues esta palabra le suena a chatarra oxidada. En cambio, para un niño que tiene ante sí un Crucificado, cuando se le explica qué cosa es un archipiélago, esta palabra suena como un címbalo de plata: porque el archipiélago es Lepanto. Y lo que los apóstoles de la desesperación pretenden es que la transmisión cultural, como la vida misma, sea un acopio de datos inconexos; porque el conocimiento, cuando no se puede reducir a un principio, se convierte en una mercancía fiambre, y por lo tanto en un enojoso embrollo (por no decir una colección de mentiras horrendas, pues nada hay tan falso como las verdades desarraigadas de sus primeros principios) que no hace sino agudizar la conciencia de que la vida carece de sentido. En cambio, el conocimiento reducido a sus principios nos permite percibir el denominador común que se esconde detrás del fárrago de datos con que nos apedrean; y entonces, a la luz de ese denominador común, los añicos del conocimiento se ensamblan, se robustecen mutuamente, forman una amalgama que nutre de significación la vida.
Ese Crucificado es el denominador común que hace inteligible el acopio de datos que un niño recibe en la escuela. Nada de lo que es digno de saberse puede llegar a entenderse si se escamotea al Crucificado: la vida, de súbito, se convierte es un silogismo sin antecedente. Y esto, que puede predicarse de la vida en general, cobra un sentido más hondo referido a la existencia española. Todo lo que los españoles somos, todo lo que hemos sido a lo largo de los siglos, se compendia en ese Crucificado; y el día en que ese Crucificado finalmente sea expulsado de las escuelas, España volverá al «cantonalismo de los reyes de taifas», como nos auguró Menéndez Pelayo. Volveremos a ser «muchedumbre de gentes colecticias», desencuadernadas, arrancadas de la raíz que les presta sustento, dispuestas a convertirse en fácil presa para los apóstoles de la desesperación. Y es que los apóstoles de la desesperación saben que sólo ese Crucificado encarna una cosmovisión y una antropología que dan una respuesta cargada de sentido a los grandes anhelos humanos; saben que, si ese Crucificado siguiera colgado de las paredes de las escuelas, no sólo volaría un sistema injusto por naturaleza sino que podría dar el sustrato sano y firme para una sociedad renovada. Podría dar, nada más y nada menos, esperanza a quienes hoy están desesperados, a quienes desde la infancia son condenados a la crucifixión.
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